Regreso al Echeverrismo

La llegada en 1970 de Luis Echeverría al poder ejecutivo de México fue el inicio de lo que podríamos llamar la era del populismo clásico. Es posible decir que este duró 12 años y que él sucesor de Echeverría, José López Portillo, lo continuó en clave melodramática. Se trató de un estilo de gobernar fundado en la demagogia, la retórica de izquierda, la corrupción política y la irresponsabilidad económica. 

Cuando López Portillo supo que había grandes cantidades de petróleo a expropiar, famosamente dijo que se dedicaría a administrar la abundancia. No fue así: en lugar de eso se despilfarraron los recursos de los mexicanos. Para fines de su sexenio, el país entró en una crisis económica muy grave. Entonces López Portillo recurrió al consabido martirologio y le echó la culpa de sus errores a las supuestas élites. En su último informe anunció la nacionalización de la banca y esperaba la solidaridad de la sociedad mexicana.

Esta acción más bien desesperada también partió de una idea compartida por Echeverría: que el Estado podía ser empresario y que esto era virtuoso. Pronto se vio lo equivocados que estaban. 

Pocos años después, el consenso mundial se movía hacia otro paradigma: el del impulso a la libre empresa como el mejor sistema de distribución de bienes y servicios.

A pesar de la retórica de los líderes populistas del siglo XXI, este modelo sigue vigente y sólo un puñado de tiranías empobrecidas como Corea del Norte o Cuba han adoptado otra vía. 

Hoy sabemos que existen razones económicas, sociales, políticas y financieras que hacen muy difícil que empresas controladas totalmente por el Estado prosperen. 

No parece esa ser la idea del gobierno actual, quien a todas luces comparte las convicciones políticas de Echeverría Álvarez y López Portillo respecto a la intervención del Estado en la economía.

Lo que hemos atestiguado es una tendencia inequívoca para sustituir al mercado por el Estado. Los ejemplos más claros son el Banco de Bienestar, el monopolio que pretende tener la CFE sobre la energía, las inversiones públicas en la refinería de Dos Bocas que ha resultado un fiasco, así como la decisión de trasladar a los militares la gestión de la infraestructura de aeropuertos, carreteras, aduanas y ferrocarriles. 

El último caso de esta marcha hacia la locura – para utilizar una frase de la historiadora Bárbara Tuchman – ha sido el anuncio de la compra por parte del gobierno federal de la participación accionaria del 49 por ciento que detentaba la empresa japonesa Mitsubishi de la compañía Exportadora de Sal (ESSA). 

Contribuyendo con el 82 por ciento de toda la sal producida en México, cuyo principal destino es la exportación, ESSA era una empresa con participación estatal en asociación con una empresa privada transnacional. El pretexto para realizar esta nacionalización – pues no es otro el nombre – fue que existían irregularidades en su administración. Pero lo que realmente está detrás de esta decisión – como recientemente lo indicó Manuel Bartlett – es la idea de que la racionalidad económica no es el criterio por el que se debe guiar la gestión de empresas públicas. Esta filosofía seguramente chocaba con la visión de eficiencia económica que guía a una empresa como Mitsubishi.

Como el proverbial cangrejo, nuestro país camina hacia atrás, en lugar de ver de frente al porvenir. No hay duda: el regreso a Echeverría es en realidad una capitulación.

Compartir en:
Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp

Otras publicaciones